La Paz, 12 de julio  (Felipe Limarino, analista internacional).-  Bolivia es hoy el excluido central en la geopolítica sudamericana. Mientras Brasil y China trazan un ferrocarril bioceánico que evita su territorio, el país se debate entre el victimismo, la racionalidad tecnocrática y una diplomacia sin fuerza. Este proyecto no es solo infraestructura, sino la expresión de un orden extractivista que margina a las periferias como meros corredores o espacios de exclusión. La invisibilidad logística de Bolivia no se explica solo por factores externos, sino por una concepción internacionalista atrapada en un colonialismo mental, que alterna entre la nostalgia histórica y un pragmatismo voluntarista revestido de indigenismo desde las dos últimas decádas, sin cuestionar la subordinación estructural. Bolivia continúa leyendo su futuro con mapas del siglo XIX y administrando su marginación con discursos del siglo XX.

Hablar del Corredor Bioceánico implica retomar un tema que ha sido una obsesión en la geopolítica boliviana desde la pérdida de su acceso soberano al mar y al cual busca re-acceder de modo logístico. La consideración del mismo no puede disociarse de otro topos clásico: los recursos naturales. Ambos aspectos conforman una dialéctica dual.

Por un lado, está el momento extractivo (con mayor o menor valor agregado) de los recursos naturales, ahora denominados «estratégicos» en la jerga geográfica contemporánea, los cuales carecerían de valor comercial sin el otro componente esencial: el momento de la circulación, es decir, las vías de comunicación y los corredores logísticos. Y es que, en Bolivia, y en todo territorio que fue colonizado, la construcción de infraestructura vial solo ha tenido sentido debido el incentivo de los recursos estratégicos que se buscaba transportar para su extracción y transporte hacia la metrópoli. En esencia, el sistema vial, de comunicación y transportes en Bolivia se ha constituido, desde sus orígenes, al servicio de la extracción de materias primas, condición, y momento primero, para la reproducción del capital mundial. Tal relación queda perfectamente plasmada en el título y el contenido de un libro clave: Geopolítica de las carreteras y el saqueo de los recursos naturales de Pablo Villegas (2013).Téngase esto en cuenta pues volveremos a ella más adelante.

El proyecto chino-brasilero y la exclusión de Bolivia

Hace pocos días, China y Brasil firmaron un memorándum de entendimiento para iniciar estudios de factibilidad sobre la construcción de una línea ferroviaria bioceánica. El trazado provisional comenzaría en el Puerto de Ilhéus (Brasil), pasaría por Caetité, se interconectaría con Mara Rosa (en los estados de Goiás, Mato Grosso, Rondônia y Acre) y finalmente ingresaría a Perú por Pucallpa, con posibles ramales hacia Huánuco o Cerro de Pasco, hasta llegar al Puerto de Chancay.

Aunque aún no existe un trazado definitivo, de materializarse, este sería el primer ferrocarril transcontinental sudamericano, destinado a transportar mercancías entre Brasil y China (y, en menor medida, Asia). Su objetivo principal sería fortalecer la “espina dorsal” del proyecto de integración logística transversal del Brasil central mediante corredores ferroviarios estratégicos para la salida de productos del interior brasileño hacia los puertos del Atlántico y, potencialmente, del Pacífico y, por tanto, permitir el transporte de mercancías entre Brasil y China (y, en menor medida, el resto de Asia). Sin embargo, la ruta preliminar prescinde por completo del territorio boliviano y su estudio se inició sin haberselo comunicado oficialmente al Perú.

El mero anuncio provocó reacciones previsibles. En Perú o, más exactamente, en el centralismo limeño, la noticia fue percibida como una exclusión del propio país del plan Brasil–China, del cual el megapuerto de Chancay es la punta de lanza, ¡y en su propio territorio! El canciller peruano, Javier Schialer, destacó que el acuerdo firmado entre Brasil y China fue un “acuerdo de principio” bilateral, y que Perú, hasta ahora, no ha sido consultado (https://n9.cl/udzrq). Esto generó indignación en la oposición: el ex canciller Miguel Ángel Rodríguez Mackay calificó las declaraciones como “mortificantes y vergonzosas”, y cuestionó que Perú no estuviera al tanto del proyecto (https://n9.cl/ch0gk). Las últimas declaraciones del Presidente del Consejo de Ministros, Eduardo Arana, fueron más contundentes: se trata de un proyecto en el cual Perú no “piensa invertir en estos momentos” (https://n9.cl/471bl).

El debate en Perú gira entonces en torno a la soberanía nacional y la falta de participación; no se lo concibe como una cuestión de integración continental. La visión dominante parece centrarse en “cómo nos afecta a nosotros”, formulada, como es habitual, desde Lima. De hecho, los medios limeños operan con una mirada país-centrada (lo que le pasa a Perú) y tienden a ignorar el punto de vista boliviano.

No obstante, el qué pueda ser lo que sienta y piensa Bolivia al respecto, reaparece con fuerza en titulares sensacionalistas de videos de YouTube (y en sus comentarios), donde el discurso de varios canales peruanos dedicados a la producción de contenido representa a Bolivia como una entidad estatal problemática, bloqueada por sus propias miserias, lo cual explicaría por qué resultaría imposible e indeseable construir un corredor logístico de esa magnitud que atraviese territorio boliviano.

En cambio, del lado brasileño y chino, las respuestas fueron positivas. Y era previsible que así fuera. El anuncio del estudio de factibilidad fue recibido en Brasil como la confirmación de una autoprofecía: un desenlace que ya se anticipaba desde hacía meses. En mayo pasado, durante su visita a Pekín, la ministra Simone Tebet presentó el ferrocarril como un “compromiso de Estado” (https://n9.cl/gf52xy), articulado al Programa de Aceleração do Crescimento (PAC) y a las líneas FIOL (Ferrovia de Integração Oeste-Leste) y FICO (Ferrovia de Integração Centro-Oeste). Subrayó que el capital chino es “indispensable”, dado que el mercado interno brasileño no es suficiente para sostener el proyecto por sí solo. El principal portal alternativo del país, Brasil 247, enmarcó la obra como un “golpe a la hegemonía del Canal de Panamá” (https://n9.cl/vdq52), lo cual, en efecto, no es una exageración.

De su parte, China también venía anticipándose al memorando de entendimiento y ya hablaba de ese trazo como una extensión natural del puerto de Chancay dentro de la Franja y la Ruta de la Seda, aunque Brasil no sea socio formal de las mismas. El mensaje del Global Times, medio oficialista del Partido Comunista Chino era ‘win win, no exclusión de terceros’

En la geopolítica popular y oficial, ambos stakeholders celebran la reducción de tiempos a Asia, pero divergen en quién controla la narrativa: Brasil expresa un deseo de afirmación sobre su territorio; China presenta el proyecto como victoria “win win” contra la influencia estadounidense; Brasil insiste en liderazgo estatal y licenciamiento ambiental; China pone el foco en logística global y en la narrativa BRI. En todos los casos, la pregunta por la integración boliviana a ese proyecto ferroviario sigue siendo el gran tema fuera de foco.

 

Limitaciones del discurso internacionalista boliviano y crisis de estrategia

Veamos ahora cuales fueron las reacciones del lado boliviano, ilustrativas además de la forma en la cual se percibe ese problema desde marcos categoriales propios de nuestra tradición internacionalista.

Por un lado, se hace presente el reinvindicacionismo histórico-juridicista de larga data e influencia en la diplomacia boliviana y que tuvo su tiro de gracia con la derrota de la Haya del 2018, cuando a Bolivia le fue negada su demanda para forzar a Chile a negociar una salida soberana al mar. Esta línea que comienza con los coloniales doctorcitos de Charcas, abogados escolásticos más preocupados por escribir alegatos perfectos que por entender cómo funciona el poder en el mundo real, todavía pervive en nuestros días. “La gran traición sudamericana” (https://n9.cl/uvdep), es el título de un artículo que expresa muy bien a esa corriente. Denuncia con fuerte carga emocional y nacionalista el daño simbólico causado por la exclusión de Bolivia de los proyectos bioceánicos, presentando al país como víctima deliberada de un complot regional liderado por potencias foráneas y gobiernos vecinos guiados por intereses mercantilistas. Esta narrativa, aunque poderosa en su capacidad de movilizar indignación, carece de rigor técnico y omite factores clave: no problematiza las causas internas de la exclusión (como la fragmentación política o el retraso en infraestructura), no aporta evidencia empírica sólida ni alternativas factibles, y obvia el debate sobre los impactos ambientales o sociales de los corredores que reivindica. Estratégicamente, propone una geopolítica defensiva y simbólica basada en la centralidad territorial, sin articular una estrategia concreta de reposicionamiento. Ideológicamente, reproduce una visión soberanista, nacional-popular, antiimperialista en tono, pero paradójicamente dependiente del mismo modelo logístico-extractivista que denuncia reforzando una idea de desarrollo subordinada al tránsito de mercancías.

Por el otro, el funcionalismo tecnocrático-prologístico, la corriente internacionalista “Bolivia, País de Contactos”, iniciada después de la Guerra del Chaco, está muy bien representada en la entrevista realizada a Gustavo Aliaga, ex – Canciller de Bolivia, en el Programa de Primera Mano.

 

Para él lo que está en juego no es tanto la autodeterminación como la capacidad de integrarse eficientemente en los grandes flujos continentales de mercancías, energía e infraestructura. No reniega del carácter dependiente del sistema regional, pero plantea que la exclusión boliviana no es estructural, sino coyuntural y, sobre todo, autoinfligida: por “falta de disciplina”, visión estratégica y continuidad estatal. Desde esta lógica, Bolivia no fue traicionada, sino que se auto-marginó, y la tarea pendiente no es denunciar, sino volver a ponerse al día. No invoca el enclaustramiento como herida histórica ni la soberanía como proyecto civilizatorio, sino que aboga por una reinserción inmediata y realista en los corredores logísticos regionales, haciendo énfasis en los tramos inconclusos, los errores de cálculo político y las oportunidades perdidas. En lugar de confrontar el orden regional o cuestionar los términos de la integración, Aliaga propone alinearse con él de forma estratégica, aceptando las reglas impuestas por actores mayores como Brasil y China, y aprovechando los resquicios que la transición multipolar abre para países medianos. Sin embargo, esa misma orientación exhibe limitaciones evidentes. El discurso de Aliaga se convierte en un dispositivo modernizador que reproduce, aunque en un lenguaje técnico, la vieja aspiración boliviana de ser pasillo de tránsito (preferible a no ser nada). Su visión no problematiza el modelo extractivista ni los impactos socioambientales de los corredores, no incorpora el rol de las comunidades locales. Su internacionalismo es estatal, logístico y funcional: confía en la diplomacia de proyectos, en la ingeniería ferroviaria y en el “retorno del orden” por sobre la transformación del sistema. En suma, Aliaga representa una corriente dentro del internacionalismo boliviano que apuesta por la inserción subordinada pero activa (una especia de realismo periférico a la boliviana) donde la capacidad de adaptarse al tablero regional pesa más que la voluntad de reescribir sus reglas.

Los dos anteriores discursos corresponden a corrientes que moldearon la política exterior boliviana, mientras marginaban otras voces. Con altibajos y breves períodos de desplazamiento, siempre han sabido reacomodarse en el discurso oficial. El problema es que su vigencia actual responde más a la inercia institucional que a su capacidad de responder al momento histórico. Surgieron como adaptaciones periféricas a un orden mundial, y a un hegemón, que hoy da señales claras de agotamiento.

Ambas piensan desde lógicas estatales verticales lo cual limita su capacidad de conexión con dinámicas sociales reales y territoriales. Comparten también una visión productivista y lineal del desarrollo, donde el progreso se mide por integración a grandes flujos de mercancías o acceso a plataformas de exportación. Ya sea denunciando la exclusión (reivindicacionismo) o buscando adaptarse a ella (prologismo), ambas aceptan el marco logístico-extractivista global como inevitable, y no proponen una transformación estructural y por ello no ofrecen respuestas a la crisis ecológica ni a los dilemas de la sostenibilidad. Ambas operan dentro de una lógica desarrollista que ya no se sostiene ni siquiera en los países centrales. Siempre presuponen un modelo económico liberal y neoliberal de economía. Son deterministas porque presumen la centralidad geográfica boliviana como un hecho insoslayable al cual todos nuestros vecinos deberán acomodarse forzosamente.

El reivindicacionismo denuncia una supuesta «traición», pero sin salir del marco de la geopolítica simbólica y moralizante. El funcionalismo, en cambio, acepta y naturaliza la subordinación, apelando a una «realpolitik» periférica. En ambos casos, el sistema es lo dado, no un campo de disputa.

A su turno, la voz oficial del gobierno se sitúa en un punto intermedio y ambiguo entre ambas corrientes. En una conferencia de prensa brindada por el ministro Edgar Montaño (https://n9.cl/i4fde) se adopta un tono reivindicativo, para legitimar el rol de Bolivia ante la opinión pública e incorpora el lenguaje tecnocrático de la conectividad, para presentarse como un gestor moderno que sabe negociar en el tablero regional. Sin embargo, esta hibridez no logra construir una estrategia coherente: evita denunciar el orden de exclusión (como hace el artículo “La gran traición”), pero tampoco demuestra capacidad técnica y diplomática firme (como intenta Aliaga). El resultado es un discurso que oscila entre la esperanza nacionalista y el realismo subordinado, sin resolver la contradicción estructural entre querer ser eje y no tener capacidad para imponerlo.

Es, en suma, un discurso funcional a un aparato gubernamental en retirada, que busca evitar tanto la confrontación como la autocrítica, y que se ampara en la ilusión de una centralidad estratégica garantizada por la geografía y los recursos, más que por la fuerza real del Estado. Se trata de una retórica de negación diplomática, que se esfuerza por mantener la narrativa de que Bolivia aún está “en la mesa”, cuando en realidad se le discute desde fuera.

En lo geoestratégico, revela una subalternidad gestionada: acepta las reglas del tablero multipolar sin cuestionarlas, mientras lucha por no quedar fuera. Bolivia aparece en su discurso como un país “construido a medias”, con tramos ferroviarios “ya hechos”, acuerdos “en camino”, financiamiento “gestionado”, pero siempre como actor pasivo que espera ser incluido. No hay una geopolítica de iniciativa ni de liderazgo, sino una diplomacia de insistencia: Montaño repite que el país es estratégico por su litio, por su posición, por su historia, pero sin ofrecer una agenda regional propia, ni articular alianzas concretas que obliguen a los demás a contar con Bolivia. La consecuencia es una forma de internacionalismo periférico, cuya aspiración máxima no es disputar el orden regional, sino ser reincorporado a él en mejores condiciones.

Entonces, la crisis actual de la cancillería boliviana de la cual el MAS se hizo cargo en las últimas dos décadas no es solo administrativa ni un problema de liderazgo, sino ante todo una crisis de imaginación utópica. La llamada Diplomacia de los Pueblos, lejos de cuestionar las estructuras narrativas y prácticas heredadas, funcionó apenas como un suplemento simbólico y protocolar, sin impacto real sobre la matriz diplomática tradicional. Hoy, Bolivia sigue atrapada entre la nostalgia de un reclamo histórico y la resignación a una inserción subordinada, sin atreverse a redefinir su lugar en un mundo en transformación.

¿Quiénes escriben el mapa y quiénes simplemente lo leen?
Resulta imperativo analizar a Perú, Brasil y China no como entidades homogéneas o externas, sino como vectores de poder en disputa, con lógicas internas contradictorias y con efectos materiales y simbólicos sobre el territorio boliviano y la reconfiguración regional sudamericana. Esta lectura no es un simple giro comparativo, sino una forma de desplazar el centro de gravedad del análisis: si las limitaciones del discurso internacionalista boliviano se entienden a partir de sus premisas locales, el legalismo, el desarrollismo lineal, el productivismo logístico subordinado, su determinismo geográfico, su reinvindicacionismo épico, es sólo en contraste con el accionar concreto de los actores regionales y globales que se revela su falta de estrategia, su precariedad propositiva y su dependencia estructural.

China debe entenderse como un arquitecto geoeconómico que, a través de su proyecto de la Franja y la Ruta de la Seda (BRI), opera en Sudamérica de manera estructural mediante infraestructuras como puertos, ferrocarriles, telecomunicaciones y energía. Aunque Brasil no haya adoptado formalmente la BRI, estas obras, como el puerto de Chancay y la vía Ilhéus–Pucallpa–Chancay, forman parte de un sistema logístico diseñado para asegurar rutas seguras y eficientes hacia Asia. China ofrece financiamiento rápido y certezas ejecutivas, pero impone condiciones de opacidad contractual y extractivismo territorial. Su discurso de “ganar-ganar” debe interpretarse con cautela, pues más que promover una integración simétrica, busca una articulación funcional, ejerciendo poder no por imposiciones directas, sino mediante la reorganización silenciosa y estratégica de flujos y nodos geoeconómicos.

Brasil es la potencia logística dominante en el Cono Sur, con la escala territorial, capacidad industrial e institucional para liderar grandes proyectos como FIOL, FICO, Ferrogrão y el corredor Ilhéus–Chancay. Ha construido una narrativa de liderazgo regional moderado que le permite excluir a vecinos sin confrontación directa, trazando rutas sin consulta y avanzando sin rupturas formales. El ferrocarril bioceánico forma parte de su Programa de Aceleração do Crescimento (PAC), orientado a integrar internamente su centro agroindustrial con los océanos Atlántico y Pacífico. En este esquema, Bolivia queda fuera por las complicaciones sociales, aduaneras, políticas e institucionales que representa. Así, la integración regional brasileña funciona como una “ideología logística” que justifica la exclusión de Bolivia como una simple cuestión de ineficiencia ajena.

Perú, finalmente, opera desde una posición ambigua. Tiene puertos estratégicos (como Chancay), inserción geoeconómica y protagonismo potencial en la conexión con Asia, pero carece de una estrategia nacional coherente. Su centralismo limeño, la fragmentación institucional, la captura oligárquica del Estado y una desigualdad creciente han hecho que Perú reaccione a los trazados antes que proyectarlos, y que sea percibido como plataforma más que como potencia. La narrativa según la cual “la economía peruana crece a pesar de la política” es una mitología neoliberal útil a las élites, pero incapaz de explicar la dependencia del país respecto a potencias asiáticas. Lo que explica su crecimiento no es la virtud estatal, sino la valorización geopolítica de su territorio por parte de actores como China, Corea del Sur o EE. UU., que lo ven como nodo útil en una arquitectura regional pensada desde fuera. Su elite costeña, minera y rentista consolidó este rol de intermediario subordinado, bloqueando cualquier intento de planificación soberana.

El caso del memorándum Brasil–China ilustra esa realidad con crudeza: Perú no fue consultado, su canciller lo reconoció públicamente y la clase política se indignó… para la tribuna. Nada de eso alterará la marcha del proyecto en un futuro inmediato. El teatro político limeño opera como válvula de escape, pero no disputa el fondo: Perú es parte del corredor porque su territorio sirve, no porque su Estado decida.

Por último, Estados Unidos, el aparente ausente de esta cuestión, por su parte, ya no es el gran arquitecto infraestructural de Sudamérica, pero sigue operando como potencia de veto. Si no construye, sabotea. Su poder radica en la capacidad de desfinanciar, judicializar, sancionar o paralizar procesos cuando no los controla. Su reacción ante Chancay, Huawei, la Hidrovía Paraná-Paraguay o incluso el Canal de Panamá revela una geopolítica de contrainfluencia, más reactiva que propositiva, pero todavía eficaz. En ese marco, EE. UU. aparece como un actor parasitario que opera mediante ONGs, think tanks, reformas tecnocráticas, influencers, mediaciones financieras y discursos de democracia y libertad de comercio, con capacidad real para torcer la planificación logística regional si le conviene.

Al igual que Perú, entre estos tres polos —China, Brasil, y EE. UU.— Bolivia es periferia circulatoria, cuyo valor se mide no por su proyecto nacional, sino por su utilidad funcional. La crítica, por tanto, no debe centrarse únicamente en la exclusión, sino en cuestionar el sistema logístico que decide quién entra, quién es viable, quién tiene voz y quién será olvidado. Es desde esa lectura que se vuelve urgente formular preguntas nuevas:

 

¿Cómo construir una tradición internacionalista que no sea ni victimista ni tecnocrática?

¿Cómo impulsar proyectos de infraestructura soberana, aunque sean pequeños, como ferrovías internas o telecomunicaciones públicas sin caer en la lógica extractivista?

¿Cómo dejar atrás la inercia diplomática actual, anclada en viejas ideas y mapas ajenos, y diseñar otra forma de inserción regional que parta del territorio y de la comunidad, no de las buenas intenciones?

 

La paradoja vial boliviana: Integración territorial vs. lógicas extractivas

Retomemos el núcleo dialéctico del pensamiento geopolítico crítico boliviano a partir de una tesis fundamental: la infraestructura vial en Bolivia fue históricamente concebida para facilitar la extracción de recursos estratégicos, no para integrar el territorio nacional. En otras palabras, ferrocarriles y carreteras no se diseñaron como ejes de cohesión interna, sino como herramientas de fragmentación regional en torno a enclaves extractivos. O, como afirmaría Pablo Villegas en su libro referenciado al principio de este ensayo: «Los ferrocarriles no son neutros; son sistemas comerciales».

Esta tesis encuentra sustento en la investigación Transportes, pasajeros y vías. Aproximaciones a la historia de la integración boliviana (De Marchi Moyano et al., 2020), que demuestra cómo las vías de transporte en Bolivia respondieron a intereses extractivos y geopolíticos externos, no a una lógica de integración nacional. Un ejemplo paradigmático es la alineación de Bolivia con los Aliados en 1941, en contraste con la neutralidad argentina y la temprana adhesión brasileña a Estados Unidos, la cual condicionó el desarrollo de su red vial. Este proceso se materializó tanto con la Misión y Plan Bohan (1941-1942), que impulsó la primera carretera asfaltada del país, consolidando a Santa Cruz de la Sierra como polo de desarrollo como con la intervención estadounidense a través de la Rubber Reserve Co., que reactivó el tráfico fluvial amazónico y promovió el transporte aéreo para mantener el abastecimiento de goma elástica.

Por tanto, las infraestructuras de vialidad en Bolivia, las primordiales, son mediaciones contradictorias de (des)integración territorial. Tal contradicción solo se revela en momentos de bloqueos mostrándonos, en lo interno, la precariedad de nuestro Corredor Central que funciona como cuello de botella al carecer de un sistema vial concurrente y, externamente, cuando las tasas aduaneras nos recuerdan nuestra alarmante dependencia de infraestructuras portuarias chilenas para conectarnos con los mercados globales.

La infraestructura vial boliviana nunca fue un proyecto de integración nacional, sino la materialización de su condición periférica en el sistema-mundo. Desde los ferrocarriles decimonónicos hasta las carreteras del siglo XXI, cada ruta ha servido para extraer recursos y subordinar el territorio a los intereses geopolíticos de la potencia de turno. El reciente memorándum de entendimiento entre Brasil y China, que margina a Bolivia de los corredores bioceánicos, y al que sin embargo necesitamos articularnos (sea por el corredor de Capricornio o por el tramo FIOL- Ramal Norte da FICO) para tener un nexo con Asia, centralidad geoeconómica del mundo actual, no hace más que confirmar esa tendencia. En consecuencia, nuestra vialidad sigue determinada por lógicas ajenas a nuestros intereses nacionales y, al mismo tiempo, nuestra forma discursiva-teórica de asumir ese problema está caduco.

Está claro que no estoy hablando al próximo ganador de las elecciones presidenciales. Basta con revisar los programas de gobierno de las fuerzas políticas en disputa para constatar la persistencia, explícita o soterrada, de las dos corrientes internacionalistas dominantes de la modernidad boliviana. Ambas reciclan fórmulas caducas y reproducen las lógicas coloniales del territorio.

Mi interpelación se dirige, por tanto, a una nueva izquierda, a la que no teme declararse como tal. A esa que deberá asumir con responsabilidad el estropicio de los años por venir. Una izquierda que no puede contentarse con la gestión de la crisis del Estado capitalista, sino que debe proponer un corte radical con las estructuras extractivo-logísticas que siguen moldeando el país desde el siglo XIX. Una izquierda que no dude en criticar con la misma fuerza a un Andrónico Rodríguez como representante de la inercia masista, y a un Samuel Doria Medina como emblema de un liberalismo empresarial trasnochado. Ambos son herederos de proyectos antagónicos, sí, pero igualmente decadentes.

Es imprescindible re-pensar la integración regional desde una perspectiva crítica de las infraestructuras logísticas: ¿qué rutas se priorizan? ¿A qué actores sirven? ¿Cómo transforman el territorio en función de intereses externos? No basta con exigir «más carreteras» o «mejores conexiones»; es necesario deconstruir la infraestructura como dispositivo de poder. El corredor no debe pensarse solamente como vía de desarrollo, sino como tecnología de subordinación y de reconfiguración geoeconómica en el marco de la disputa multipolar por los recursos y el control espacial.

Yves Lacoste, el gran geógrafo francés, planteaba una distinción crucial: la geopolítica como conflicto entre Estados y la geopolítica interna, siendo esta última la que nos invita a bajar al territorio local, a observar cómo el poder se ejerce y se resiste en comunidades, regiones, ciudades e infraestructuras concretas. Esta dimensión territorial permite romper con el marco estatalista que aún domina incluso los discursos críticos y abrir el camino hacia una geopolítica de los pueblos y los territorios, que articule luchas comunitarias, indígenas, populares y regionales en clave emancipadora con proyectos mundiales.

El enfoque de la ecología política y de la geografía crítica se vuelve indispensable. No se trata solo de trazar mapas ni de cuantificar mercancías: se trata de pensar cómo se construye la legitimidad de ciertas infraestructuras, cómo se representa a Bolivia en los discursos populares, estatales y mediáticos; cómo se impone, y naturaliza, la centralidad de actores como Brasil, Estados Unidos o China como sinónimos de “progreso”. El estudio del discurso geopolítico es una tarea pendiente en Bolivia, sistemáticamente descuidada o relegada al comentario coyuntural de las noticias.

No basta con construir rutas; hay que disputar su sentido geográfico.

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